jueves, noviembre 21, 2024
Nacionales

Una sensación de desprotección predomina en la opinión pública

Escribe Juan Manuel Casella – Exministro de Trabajo (*).

El sistema político argentino, entendido como el funcionamiento coordinado de los poderes del Estado, los partidos políticos y el régimen electoral, que debe garantizar la vigencia real de la democracia, muestra un grado tal de desarticulación y falta de representatividad, que pone en riesgo el cumplimiento de ese objetivo de fondo.

Demasiada gente siente que la política no sirve para solucionar sus problemas concretos y que, al contrario, favorece la consolidación de cierta dirigencia profesionalizada “por izquierda”, individualista y ventajera, que sólo defiende sus privilegios y ha perdido el concepto de bien común.

Ninguna generalización es válida, pero lo cierto es que esa sensación de desprotección predomina en la opinión pública.

Desde el marketing político y desde el análisis teórico, hay quienes argumentan que los partidos políticos son residuos decimonónicos que perdieron vigencia, maquinarias sin agilidad para adaptarse a una realidad compleja en permanente transformación, acelerada por las redes sociales y el flujo de información en tiempo real.

En ese marco, la pérdida de homogeneidad social y la falta de referencias estables desvalorizan el sistema, porque la tendencia parece no consistir en un salto hacia nuevas formas de participación, sino un retroceso hacia el paternalismo autoritario, agresivo y xenófobo.

La situación de los partidos políticos argentinos confirma ese diagnóstico. El peronismo clásico ha involucionado desde la justicia social al clientelismo, pasando por el neoliberalismo. En él, todavía hay quienes piensan que la pobreza le conviene, porque tributa voto cautivo.

La versión kirchnerista, en algunas de sus expresiones autoritaria, mentirosa y corrupta, apuesta al estallido social y desea el fracaso, cualquiera sea su costo. En todos los casos, el peronismo mantiene la plasticidad para desprenderse de su propio pasado y buscar el poder desde cualquier situación.

El radicalismo, controlado de hecho por un conjunto de funcionarios públicos –con acceso a los nombramientos- que prioriza sus intereses y su futuro, ha perdido tres características que lo definieron: la visión progresista, el permanente debate de ideas y la democracia interna. Hoy, no critica ni corrige ni propone, y el voto del afiliado ya no importa. En esas condiciones, no preserva su identidad ni sirve siquiera como socio de “Cambiemos”.

El PRO es un proyecto protagonizado, en gran medida, por actores de clase alta, muchos de los cuales decidieron incursionar en la política para mantener el poder en manos de quienes ya lo tienen.

Cierta izquierda, promotora de “cuanto peor, mejor” también sin computar los costos, tendrá que articular su discurso antisistema y sus posiciones ultras con el vertiginoso crecimiento capitalista de China y con la anunciada reforma de la constitución cubana.

La teoría política ha definido cuáles deben ser las tareas a cumplir por los partidos. En principio, organizar y movilizar la opinión pública, reuniendo y representando a quienes piensan más o menos igual.

También, integrar cuadros dirigenciales coherentes, obligados a rendir cuentas a partir del principio de responsabilidad, que se vuelve inaplicable cuando se trata de figuras individuales con partidos hechos a su medida. Por supuesto, deben estudiar, debatir y proponer políticas públicas. A partir de allí, favorecer la alternancia, compitiendo por el poder y actuando como polea de transmisión entre la base social y el Estado.

Ninguna de esas funciones es descartable o superflua. Deberán cumplirse, en la medida en que queramos sostener el concepto de soberanía popular vigente en toda sociedad libre y abierta. No se trata de una visión nostálgica que pretenda retornar a un bipartidismo clásico superado por la realidad.

Se trata de fortalecer el marco institucional a partir de organizaciones modernas, ágiles, con dirigentes que recuperen la capacidad de proponer políticas de mediano y largo plazo y garanticen la mayor igualdad posible en la distribución de los bienes materiales y del más preciado de los derechos actuales: el acceso al conocimiento.

Lincoln definió la democracia como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, significando así que la legitimidad de todo gobierno democrático depende de su origen popular, pero también de que gobierne para todos, sin exclusiones ni privilegios.

Hoy, la cuestión de fondo pasa por saber si el sistema político garantiza el funcionamiento de la democracia “para el pueblo” o si, como pronostican algunos pensadores serios, el pueblo sólo será convocado para legitimar, por una vía electoral nada más que formal, la instalación de un régimen donde el poder pertenezca en realidad a una minoría oligarquizada que diseñará una sociedad jerárquica y definitivamente desigual.

La experiencia comparada (Italia, Austria, Hungría, en alguna medida Alemania y Estados Unidos) demuestra el nivel del riesgo que corremos, frente al cual no es aceptable una dirigencia frívola, superficial y especulativa.

(*) Nota publicada por el diario Clarín en su edición del lunes 13 de agosto de 2018.

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