Un encuentro con el represor Menéndez: “Muchos se van a poner felices con mi muerte”
Era un pasillo largo, con forma de ele, que tenía ventanales a la calle. A lo largo de ese pasillo había dos puertas ‒una comunicaba al hall del primer piso y la otra al recinto donde se hacían las audiencias‒ y tres salas donde los acusados se reunían con sus abogados, tomaban café o comían.
Los familiares de las víctimas de la última dictadura militar lo llamaban “el corral de los Dinosaurios” porque en ese sector de los Tribunales de Córdoba se ubicaban los acusados que no querían presenciar el juicio como la megacausa de La Perla (el nombre del principal centro de detención clandestino de Córdoba).
El juicio reunió los casos de 716 víctimas, con 45 imputados y 900 testigos. Fueron juzgados 46 represores, entre ellos el dictador Jorge Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez, jefe, entre 1975 y 1979, del Tercer Cuerpo de Ejército, apodado “Cachorro”, “Chacal” o “La Hiena de la Perla”, un hombre que tenía bajo su mando 10 provincias del centro y noroeste de la Argentina, Córdoba incluida.
Luciano Menéndez fue el militar más condenado: recibió un total de 13 condenas a prisión perpetua por sus numerosos crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar.
Entre los acusados hubo una mujer: Mirta Graciela Antón, alias la Cuca, imputada en 211 delitos: 73 privaciones ilegítimas de la libertad agravadas (por el hecho de ser policía), 76 imposiciones de tormentos agravadas, 56 homicidios calificados, dos imposiciones de tormentos seguidos de muerte, una tentativa de homicidio calificado y tres abusos deshonestos agravados.
El 5 de agosto de 2014 entrevisté a Antón en ese pasillo sórdido. Ni bien entré vi a algunos hombres dormidos, roncando. Uno babeaba, cabeceando de sueño. Otro fumaba a escondidas de los dos policías que custodiaban.
El lugar tenía la atmósfera de un geriátrico, pero con una carga incluso más siniestra: la espera inútil, el silencio incómodo, el aburrimiento.
Antón era la más inquieta. Hablaba con el mozo que les traía los pedidos desde el café de la esquina. Saludaba a los abogados. “Sacame linda”, le pidió a un fotógrafo que pasó apurado.
El fotógrafo, horas después, diría que hay represores que le hacen corte de mangas o le piden que no los fotografíen en el caso de que se pusieran a llorar.
Héctor Vergez, que en sus épocas de espía y torturador se hacía llamar “Capitán Vargas”, caminaba con un bastón de caña. Llevaba una camiseta, jogging y zapatillas viejas. Su vestimenta contrastaba con la de Ernesto “El Nabo” Barreiro, uno de los militares responsables del llamado “levantamiento carapintada” que, en 1987, quiso derrocar al presidente Raúl Alfonsín.
Barreiro, ex jefe de interrogadores de La Perla y líder de un grupo de tareas, salió ese día de una de las salas donde los acusados podían recibir a sus familiares. Iba vestido con un saco a cuadros, corbata y pantalón marrones, camisa blanca y zapatos negros. Se toca la corbata con nerviosismo. Pidió una ensalada pero no le trajeron aderezos.
―¿Y el vinagre? –le preguntó al mozo que es el encargado de distribuir los pedidos en el pasillo.
―Me lo olvidé, ahora se lo traigo.
Unos 15 minutos después, el mozo volvió sin el vinagre.
―¿El vinagre? –volvió a preguntar Barreiro, que se asoma desde la sala.
―¡Ah! Me lo olvidé. Qué cagada –le respondió el mozo.
Barreiro –que sólo dejaba ir al baño a los detenidos con la condición de que gritaran “Viva Hitler”‒ no dijo nada.
Antón no tenía hambre. Ni ganas de tomar agua o café. Se sentó en uno de los bancos, frente a una de las ventanas que dan a la calle.
El general en el corral de los Dinosaurios
El sol daba de lleno en el pasillo, y las ventanas permanecían cerradas, de modo que, aunque era invierno, el clima era asfixiante. En esas horas agobiantes que pasé en ese lugar había una puerta cerrada. De vez en cuando algún represor o abogado golpeaba para entrar. Le pregunté a Antón quién estaba ahí adentro.
–El General.
–¿Quién?
―¡El general Luciano Benjamín Menéndez! Viene siempre. Pobrecito, está en una sala porque anda mal de salud. Le toman la presión, le dan agua. Está aparte.
―¿No habla con ustedes?
―Sí, es un encanto. Un ca-ba-lle-ro. Vení que te lo voy a presentar.
Se puso de pie y me pidió que la acompañara. Recorrimos el pasillo y entramos en una de las salas. Allí, sentado en una silla, con las manos entrelazadas, encorvado, mirando el piso, el pelo blanco engominado, los zapatos marrones, el sobretodo negro con la escarapela argentina, estaba Luciano Benjamín Menéndez, el genocida que consideraba “blando” a Videla.
Todo en él parecía hecho de fragilidad, hasta que levantó la cabeza y se vio su mirada rabiosa, las bolsas debajo de los ojos caídos. Aunque le quitaron su rango militar, Antón lo saludó como si siguiera siendo el hombre feroz que manejaba a miles de hombre feroces.
―¡General! Este muchacho es periodista y quería conocerlo. No es para menos, usted es una leyenda.
Menéndez intentó levantarse y emitió un quejido que intentó ser una sonrisa.
―Mi general, no se pare. Está bien –le dice Antón.
Pero Menéndez se pone de pie y me da la mano. Es una mano blanca, débil, lenta, llena de venas y manchas. Si la apretara con fuerza, siento que podría deshacerla.
―Esto es injusto. Me sacaron las ganas, la tranquilidad y el tiempo –dijo Menéndez, haciendo un esfuerzo por hablar mientras Antón lo sostenía por el brazo‒. Felizmente, Néstor Kirchner está muerto. Todos los días le pido a Dios que este gobierno de ladrones (por entonces la presidenta era Cristina Fernández de Kirchner) se vaya antes de que me muera.Muchos se pondrían felices si me muero. Festejaron la muerte de Videla.
―General, no diga eso –dijo Antón.
–Sí, se van a poner felices con mi muerte.
Una mujer rubia y robusta, pariente de uno de los acusados, dijo:
―El general es el único prócer que nos queda. Es nuestro San Martín.
Menéndez sonrió, pero su sonrisa parecía un gesto de dolor.
―Sé que voy a morir en la trinchera, como murió Videla. No lo extraño, porque los viejos nos endurecemos. Este país se parece a Venezuela y a Cuba. A eso nos llevaron los marxistas. Hay que reconocer que los peronistas son hábiles. Se odian, se matan, se humillan, pero tienen la destreza de unirse y ganar siempre. No me gustan Scioli ni Massa ni Macri. Pero si tengo que elegir, me quedo con Macri. Los tres son flojitos, pero al menos Macri no es peronista. Pero dije demasiado, ya no doy entrevistas. Estoy con mis memorias, pero no me dan tiempo a terminarlas.
Antón lo ayudó a sentarse, le ofreció un vaso de agua y lo abrazó. Antes de irme, Menéndez me dio la mano y me dijo:
―Gracias, m’hijo, por la visita.
Nosotros salimos de la sala y volvimos al pasillo.
―Él y Videla eran dos caballeros. En el anterior juicio no podía creer estar con ellos. Me sentía parte de una película. Videla era muy atento. Se paraba para saludarme. Una vez, me dijo: “A la única mujer que beso es a mi mujer, pero con usted haré la excepción”. Y me dio un beso en la mejilla. Mis hijos estaban orgullosos porque también pudieron saludarlo. No es común estar con un ex presidente con una humildad especial.
Volví de Córdoba con una carga pesada. De hecho al día siguiente de mi última visita al “corral de los Dinosaurios” me desmayé. “¿Le pasó algo estos días?”, me preguntó el médico. Le dije que estaba estresado.
Durante unos días me reproché haberle dado la mano a uno de los hombres más perversos de la historia argentina. Había entrevistado a los peores asesinos más emblemáticos, desde Carlos Eduardo Robledo Puch a Arquímedes Rafael Puccio, pero en la mirada de Menéndez parecía condensarse todo el horror del mundo.
Fuente: Infobae