Rodrigo Tapari confesó haber sido adicto al whisky
Nació en el seno de una familia muy humilde, en una casa donde apenas si había para comer. Y costaba mucho enviarlo a la escuela. A los 13 años, Rodrigo Tapari empezó a trabajar en una fábrica para ayudar a su padre. Mientras tanto, perseguía un sueño: cantar. Y lo consiguió, luego de haberse presentado sin mayor suerte en varios castings, siempre con ropa y zapatillas prestadas (no las tenía). Hasta que Ráfaga -y su éxito rotundo- se cruzo en su vida. Y todo cambió.
Hoy, Tapari busca su camino como solista, habiendo dejado atrás mucho más que el grupo que lo lanzó a la fama…
—¿Sentís que te perdiste mucho entre los viajes?
—Sí, demasiado, demasiado… Yo no tomaba alcohol, y con el tema de la noche empecé a tomar. Me hice muy adicto al whisky. Llegué a depender del whisky para tocar, para cantar, para moverme…
—¿Por qué? ¿Necesitabas más confianza?
—Empezamos a trabajar demasiado. Y de repente encontrás con que no tenés fuerza, no tenés energía, y de repente me tomaba un vaso y me despertaba, y me calentaba las cuerdas vocales. Se transformó en un hábito, en una necesidad: mi cuerpo necesitaba tomar un whisky para salir a cantar. Hubo momentos que hasta he subido borracho a los escenarios. Y uno no se da cuenta… Estás arriba del escenario y decís: “Estoy bien”. Y no, no estás bien.
—¿Te trajo consecuencias en tu casa?
—Me trajo consecuencias porque a través de eso empecé a volver a cometer errores, no con la gente que nos seguía, porque siempre fui muy atento, pero sí con el tema del adulterio: empecé a engañar a mi mujer de una manera que ya no era normal… O sea, uno puede decir: “Engañaste una vez”. Pero no, esto ya era alevoso, era como decir por deporte. Abusar de la popularidad, de que todas las chicas gritaban y querían algo conmigo, de elegir con quién, tomar y que todo sea una fiesta. Cuando estás en eso creés que sos el macho, que está todo bien, que sos el más polenta, y hasta empezás hasta a competir: “¿Quién lo hace más?”. En un momento estaba destruyendo a mi familia, pero yo no lo aceptaba, no era mi culpa.
—¿Cómo era eso?
—Era normal que un hombre engañe. Entonces yo le decía a mi señora: “Vos me hinchás. ¿ Y por qué? Si yo soy bueno, traigo la plata, esto y lo otro…”. Y encima, mi mujer trabajó toda la vida a la par mía. Si bien yo estaba en un buen momento con el grupo, mi casa era un infierno: nuestras discusiones ya eran porque sí, por cualquier cosa, porque todo estaba tan lastimado… Hoy lo entiendo: yo, espiritualmente, era un desastre, un desorden.
—¿Te llegó a plantear la separación?
—Todo el tiempo. Ella descubrió todos mis engaños cuando encontró mensajes míos, yo en la cara le dije: “Sí, pasó, fui yo. ¿Por qué? No sé”. Pero cuando lamentablemente el diablo viene a robar tu vida y a destrozar todo lo que quisiste y lograste construir… Lo peor que te puede pasar es que eso se destruya. Pero es la mejor arma que el enemigo tiene para que eso pase.
—¿Cómo saliste de eso?
—Con mi mujer llegamos a querer suicidarnos los dos, cada uno en distintas ocasiones. Porque eran peleas con agresiones muy fuertes. Ya eran peleas que superaban hasta nuestra propia razón… Llegué un momento en el que yo estaba violento, estaba siendo una persona agresiva. No aceptaba mis errores: para mí lo que estaba haciendo estaba bien. Discutíamos adelante de nuestra hija y no nos importaba. Ya era un infierno, literal. Ella me amaba y me extrañaba pero cuando me veía me odiaba. Entonces estábamos así, en ese sube y baja tremendo y horrible.
—¿Llegaste a hacer algo para suicidarte?
—Veía que era la solución. El que me metía eso en la cabeza era el diablo: “Matate, si ya no servís para nada. Estás haciendo sufrir a tu señora. Vas a vivir así toda la vida, no tenés otra chance, no hay una esperanza más. Andá y tirate abajo del tren”. Eso era lo que había en mi cabeza en ese momento.
—¿Lo hablaste con alguien?
—No, tuve un momento en el que yo ya había decidido matarme. Encerré a mi familia en mi casa, me fui a las vías del tren y me senté en las vías esperando a que pase el tren. Me llama mi mujer: no la atendía, no la atendía, no la atendía… En un momento, la atiendo.
—¿Qué se te pasaba por la mente?
—Sentía que era la forma de sanar todo, el dolor que yo le había causado a ella, y limpiar todo lo que estaba mal. Sentía que iban a sufrir, me iban a extrañar, pero que ya no iba a sufrir más con todo el dolor de verme y odiarme. Y paralelamente, ella sentía lo mismo. Hoy lo hablo con el corazón sano, que es lo que Dios hizo con nuestros corazones, y podemos entender lo que pasaba en ese momento. Teníamos todo: el auto que quería, nuestra casa, propiedades, varios terrenos, dinero en el banco. Todo lo que una familia anhela. Y no eramos felices.
—¿Eras mas feliz cuando eras chico y no tenías nada?
—Exacto. Porque ahí no había nada que me pueda perturbar. O sea, era una persona inocente y libre de muchas cosas que por ahí el mundo mismo te ofrece. Entonces cuando vos empezás a tener popularidad eso empieza a fluir y empieza a llegar y hasta vienen las cosas gratis, porque hasta la droga viene gratis cuando vos estás en un momento alto y bien posicionado, y te dicen toma, esto es un regalo para vos. O sea eso es así. Entonces cuando vos empezás a agarrar todas esas cosas que el mundo te ofrece empezás a enloquecer. Es la realidad. ¿Y qué me pasó a mí? En un momento discutiendo, ya era una discusión, teníamos que ir a la casa de unos amigos, íbamos en el auto a mil por hora con la nena atrás discutiendo, que podría haber pasado un desastre, llegar a la casa y como si nada. Porque para el otro, para el otro nosotros éramos la familia feliz.
—¿Nunca pensaste en irte de tu casa?
—No, porque había algo que era muy importante: nuestra hija. Entonces una noche con un auto casi al borde de la muerte, sin importarnos nada, pasando semáforos en rojo sin mirar, porque discutir era más importante. Llegamos a casa, y no veía a mi hija. La voy a buscar y la encuentro sentada en la falda de una de nuestras amigas llorando acongojada. Imaginate, ella venía en ese auto, pidiendo ayuda… Dios fue quien permitió todo esto para sanar nuestra vida, porque fue un momento muy duro. Hoy mi hija tiene 11 años, pero en ese entonces tenía seis. Y encontrarla diciendo: “Ayudame, no puedo más, quiero que mis padres dejen de discutir y no me escuchan, y se van a matar y se van a separar…”. Esas eran sus palabras.
—¿Por dónde empezaste a resolver esos problemas?
—Me entregue a Dios. Fue un antes y un después. Dije: “Señor, acá estoy, si ésta es la solución hacé lo que quieras conmigo”. Salí de ahí totalmente distinto. Y la primera decisión que tomé y que dejé en manos de Dios fue el alcohol. “Señor, no quiero tomar más”, dije. No lo podía manejar. Y cuando pedí eso, que lo pedí de todo corazón, sentí el abrazo de Dios: “Quedate tranquilo, yo lo voy a hacer. No hagas nada más que dejarlo en mis manos”.
—Y hoy, ¿cómo estás con tu pareja?
—Es muy lindo: mi mujer es ahora mi representante. Para que vos te des una idea de lo que Dios ordenó nuestra vida… (Infobae)