"Pantriste" y el despertar sangriento al problema del bullying
Hace 15 años, un joven al que apodaban “Pantriste” asesinó de un balazo a un compañero e hirió a otro a la salida de un colegio de Rafael Calzada.
El término no apareció en ninguna crónica periodística. Recién unos años después el castellano adoptó la palabra bullying con congoja. Pero el caso de Javier Romero, el chico al que en el colegio cargaban y llamaban “Pantriste”, y que asesinó de un tiro a un compañero, fue el primer cachetazo para una sociedad adormilada sobre el acoso escolar. Hoy se cumplen 15 años de ese mediodía de horror en Rafael Calzada.
Ocurrió en la Argentina de agosto de 2000, cuando ya caían los primeros escombros del derrumbe posterior de la gran crisis. Javier Romero, alto y flaco, tenía entonces 19 años. Desgarbado, de andar cansino, sus compañeros de primer año del Polimodal lo habían apodado “Pantriste”, como el personaje tímido de una película animada de García Ferré que había salido un mes antes.
A diferencia de sus compañeros, más chicos, Romero no había hecho la primaria en la escuela 22 de Calzada, que queda pegada a la 9, donde se cursan los niveles superiores. Tampoco vivía a pocas cuadras del colegio, como la mayoría de sus compañeros, sino en el barrio San José, muy humilde.
Todos lo describían como un chico tímido, silencioso, que arrastraba los pies al caminar. Se sentaba en la última fila de bancos. “Lo cargábamos mucho, porque era medio raro. Para mí que estaba loco”, le decía a Clarín con crudeza Fátima, una compañera de curso, horas después del drama.
El 4 de agosto de 2000, Javier Romero fue al colegio con un revólver Pasper calibre 22 que le había sacado a su mamá. Pasó cinco horas en la escuela con el arma. Poco después de las 13, cuando él y sus compañeros salieron a la calle, se paró en la vereda de la escuela y gritó:“Me voy a hacer respetar”. Entonces comenzó a disparar.
La primera bala fue para Mauricio Salvador, de 16 años. Le pegó en la cabeza. Con el estallido, todos salieron corriendo. Unos 30 chicos corriendo desesperados para todos lados. Entonces se escuchó el segundo disparo. Le tocó a Gabriel “Api” Ferrari, de 18 años. La bala le atravesó la cabeza por detrás de una oreja, pero no perdió el conocimiento y pudo seguir.
Muchos de los chicos que escapaban se refugiaron en un quiosco a 20 metros del colegio. La dueña, Rosario Villafañe, abrió la puerta para que entraran, mientras Romero seguía disparando. Ella misma trató de llamar a la comisaría. No pudo y terminó avisando a los bomberos de Claypole. Luego le relató a Clarín: “Colgué el teléfono y me fui para la escuela. El chiquito seguía tirado en la vereda y se le notaba el balazo en la cabeza. Abría los ojos de vez en cuando. ‘Aguantá que ya viene la ambulancia’, le dije una y otra vez”.
Romero se fue corriendo y tiró el arma a un arroyo cercano. La Policía lo buscó primero en su casa de San José. La mamá (su papá había muerto unos meses antes) llevó a los efectivos a donde se encontraba, en la casa de un primo cerca de la escuela.
Mauricio Salvador murió dos días después, en el hopital Fiorito de Avellaneda. Gabriel Ferrari tuvo suerte. La bala penetró entre el cuero cabelludo y el hueso, sin perforar la cavidad craneana. Estuvo en observación y fue dado de alta.
Y después…
Romero fue juzgado en marzo de 2003. Con pruebas irrefutables, lo único en discusión era si estaba consciente de lo que hacía o no. Hubo más de 20 testigos, pero los más importantes eran los peritos médicos. El chico al que apodaban “Pantriste” esperó el juicio detenido primero en la comisaría de Rafael Calzada, luego en el temible penal de Sierra Chica. Finalmente en Dolores.
En abril de ese año, con mucha polémica, fue absuelto por el Tribunal Oral 6 de Lomas de Zamora. Lo consideraron inimputable y ordenaron internación y tratamiento. Una de las frases de la sentencia resonó con gravedad: “Estamos en presencia de una tragedia, de una profunda y enorme tragedia que va a acompañar a todos quienes la vivieron”. Para el tribunal, Romero mostraba “una tendencia a la acumulación de ira y eso provocó un quiebre”. Con los testimonios de dos psiquiatras forenses, los jueces adujeron que no comprendió la criminalidad de sus actos porque tuvo un brote de locura. “Y el psicótico no tiene culpa porque no vulnera la ley. Para él no hay ley”.
El caso abrió los ojos sobre el bullying y el acoso escolar en una sociedad quebrada, pero no motivó mucho a la acción oficial. Eso recién ocurrió cuatro años después, cuando un chico al que apodaban Juniors mató a tres compañeros e hirió a otros cinco con un arma en una escuela de Carmen de Patagones. Fue la primera masacre escolar en América latina. Cruel coincidencia, a Juniors también le decían, a veces, Pantriste.
Fuente: Claríu.com