viernes, noviembre 22, 2024
Espectáculos

La mamá de Pity Álvarez lo defiende

 

Cuatro disparos y algunos gritos llamando al 911 rompieron la fría noche en el barrio Samoré, un rincón de Villa Lugano. Era la 1:50 de la madrugada del 11 de julio. Muy pronto se supo: el rockero Pity Alvarez había asesinado a Cristian Díaz entre los monoblocks 11 y 12, donde vive él y también la ex esposa y la hija de la víctima. Nadie arriesga con exactitud por qué discutieron. Pero aseguran que Díaz “le tiró un cabezazo” y que la respuesta fue brutal.

El arma, calibre 6.35 milímetros, y cinco vainas servidas, aparecieron en una alcantarilla próxima. El músico, una hora después, fue grabado por las cámaras de seguridad del boliche Pinar de Rocha, en Ramos Mejía, donde cantaba Ulises Bueno. En total estuvo 26 horas prófugo. El viernes 13 se entregó en la Comisaría 52 de Villa Lugano. Ante los periodistas que hacían guardia, confesó: “Lo maté porque era él o yo. Cualquier animal hubiera hecho lo mismo”.

Al rastrillar el lugar, un oficial encontró dentro de una alcantarilla una pistola calibre 6.35 mm con 5 vainas servidas. El arma no estaba registrada.

Hace años que Pity –que alcanzó la gloria rockera con Viejas Locas e Intoxicados– coquetea con la tragedia. “Mi único problema en la vida es la pasta base. Es una droga muy adictiva, tan rica que la odio”, le confió al periodista Daniel Tognetti en el 2006. Tres años después fue internado en el sanatorio Güemes por intoxicación. Desde entonces hasta hoy fue acusado por balear al productor Alejandro Novoa, robar una cámara, violencia de género y hasta por escupir fuego desde un escenario.

También tuvo distintos accidentes en moto –en el último sufrió fracturas de cadera y tobillo–, y lo internaron por caer de una escalera bajo los efectos de una alta dosis de Rivotril. En ese lapso lo procesaron por tenencia ilegítima de armas, y el juez Marcelo Conlazo Zavalía le impuso un tratamiento en la clínica Dharma y lo declaró inimputable. Pero Pity no siempre fue así.

El domicilio del músico, ubicado en el quinto piso del monoblock 12 del barrio Samoré, fue allanado.

VIDA, OBRA Y CAÍDA. El miércoles 28 de junio de 1972 amaneció nublado. Mientras se acariciaba el vientre, desde el sexto piso del edificio de la calle Rivadavia y Pichincha, Cristina Congiu sintió que había roto bolsa. Le avisó a su marido, Gabriel Alvarez y juntos tomaron un taxi hasta el sanatorio San José. Arrancó con el trabajo de parto y de pronto empezó a sentir un dolor muy fuerte en la ingle derecha: “No sabía a qué atribuírselo, hasta que la partera me dijo que el bebé estaba mal encajado. Venía con el brazo adelante de la cabeza y el dolor que yo sentía era el de su codo. Los médicos hicieron mil maniobras, pero no hubo caso. Yo perdí las fuerzas, él también… Al final, el doctor Garau decidió llevarme a cesárea”. Así nació su primer hijo, Cristian Gabriel Alvarez. Hoy, cuarenta y seis años después, el dolor vuelve a atravesar su cuerpo.

Alvarez huyó de la escena del crimen.

La noticia del crimen fue para ella un balde de agua fría. “No entendía nada. Hablamos por teléfono unas horas antes y me contó que su perra había tenido cría… ¡Estaba de contento…! También me dijo que iría al recital de Ulises Bueno y enseguida le recordé que el jueves tenía que ir al médico. El traumatólogo le había indicado una resonancia magnética de rodilla, un eco-doppler venoso y otros estudios de laboratorio. Yo me ofrecí a pasar a buscarlo para ir juntos, porque últimamente se resistía a salir solo. Se sentía acosado por un grupete del barrio. Le pedían dinero, alcohol, droga… Pensaban que por ser famoso tenía otro status económico”, cuenta Cristina en el estudio de su abogado, el doctor Claudio Calabressi.

Durante los últimos días, apenas durmió. Está desesperada. Por el crimen de Díaz, a Pity pueden darle hasta 25 años de cárcel.

Según mostraron las cámaras de seguridad– apareció en el Pinar de Rocha, el boliche de Ramos Mejía donde tocó Ulises Bueno.

DIFÍCIL DE ENTENDER. Aunque todos lo conocen por su apodo, para su mamá es Cris o Tiano. “Pity –como lo llaman sus seguidores y fanáticos– no es mi hijo”, afirma.

Su pasión por la música se manifestó desde la infancia. Aprendió a tocar la guitarra en un taller que dictaban frente a su casa en el barrio Piedrabuena, de Villa Lugano.

Cuando cumplió once le regalaron su primera criolla. En la escuela –el colegio industrial Don Orione– era habilidoso para dibujar y ayudaba a sus compañeros con los planos. Era buen estudiante, pero en quinto año fue expulsado por mala conducta.

Terminó egresando con el título de técnico electromecánico en el Reconquista de Boedo. Esa etapa coincidió con el comienzo de su carrera musical. En su casa, sus papás y su hermana Silvina, dos años menor, lo apoyaron. “Los primeros ensayos de Viejas Locas fueron en su dormitorio: tenía una batería y una guitarra eléctrica, y a pesar del ruido, se lo bancamos”, recuerda su mamá.

Tras 26 horas prófugo, se entregó el viernes 13 de julio por la mañana en la Comisaría Nº 52 de Villa Lugano.

Unos años después, en pleno apogeo musical, el padre de Cristian se enfermó y eso, según Cristina, marcó un antes y un después. “Mi marido tenía hipertensión. En agosto de 1997 le detectaron un tumor en el mediastino (N. de la R.: espacio medio de la caja torácica). En dos meses murió”, cuenta.

Aunque se presentó en el penal de Ezeiza, Cristina Congiu no pudo reencontrarse con su hijo por cuestiones burocráticas.

–¿Cómo repercutió eso en la familia?

Su muerte nos afectó a todos, pero mucho más a Cristian. Mi marido era muy sobreprotector con él; se adoraban. El problema fue que, en ese momento, Cristian no se dio cuenta de que el papá estaba tan enfermo, porque se hallaba muy abocado a la música. A partir de entonces empezó a consumir más.

– A los 15 le blanqueó que consumía marihuana, y después admitió públicamente que era adicto a la pasta base. ¿Cómo encaraba su adicción?

Y, como podía… Imaginate: me quedé sola, tenía que mantener una casa y dos hijos. El siempre prometió “rescatarse”, como dicen los pibes. No lo logré. Yo me daba cuenta de cuando él estaba mal por la voz. Y me iba para su casa. A veces me admitía que había consumido, pero no me podía meter mucho, porque si me ponía muy rígida o desesperada él me alejaba, no me atendía el teléfono… Por otro lado, las veces que intentamos internarlo no dieron resultado: el sistema de salud no está preparado para estos casos. No hay contención.

–¿Qué llevó a Cristian a autodestruirse?

Creo que una situación emocional no resuelta. Mil veces le ofrecí ir a un psicólogo. Últimamente pensaba en el reiki; quería reivindicarse y estar mejor. Al lado de su edificio vive una mandataria. Hoy justo me la crucé y me contó que su marido es un adicto recuperado. Cristian lo admiraba. “¿Cómo pudiste? Me tenés que explicar”, le decía. (Revista Gente)

 

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