Guardiola y Messi: de la noche que inventaron el “falso nueve” a no aguantarse
Cuando Guardiola, gran comunicador, ganador y estratega, entró por fin en el vestuario de Barcelona, hizo todo por entender a Messi y lo logró; ahora tiene el desafío de frenarlo.
C8uando Pep Guardiola llegaba a los entrenamientos del Barcelona lo primero que hacía era observar a Leo Messi y preguntar por él. “Es que si Leo está bien, todo está bien”, le confesó alguna vez al columnista español Salvador Sostres. En aquel Guardiola estudioso y obsesivo por los detalles había algo de clarividencia después de tantos videos, tantas tácticas y tantas jugadas ensayadas. Reaccionaba del mismo modo que el cerebro de Pat Riley en circunstancias anormales, cuando un punto por debajo y a falta de tres segundos Magic Johnson preguntaba qué hacer.
-¿Cómo qué hacer? Sos Magic Johnson: agarrá la pelota y metela.
En Pep Guardiola había también esa aprensión que legitimaba de golpe su enorme castillo táctico, sus pilares rayanos en el fundamentalismo del balón, los triángulos y los extremos abiertos con que el Barcelona aprende desde niño a devorar al rival. Él sabía, como había confesado en la intimidad, lo mismo que el Tata Martino confesó después en público: “Si Leo está bien, mi táctica está bien”. Messi lo homologa todo en el Barcelona desde hace más de diez años; Newton sólo podría demostrar su ley de la gravedad en La Masía si tira a Leo de un árbol. Las cosas existen en Barcelona si Messi les encuentra un uso.
Josep Guardiola llegó al banco del Barça después de un aprendizaje similar al de Beatrix Kiddo. Como todos los gestos de Guardiola tienen detrás un relato (“hay 33 escalones del césped al palco”, le dijo a Julio Salinas antes de la final de la primera Champions; Salinas casi no vuelve a meter un gol), su gestación como entrenador inspiró una especie de leyenda oriental en la que sustituyó a Pai Mei por Marcelo Bielsa en buzo hablando durante once horas en medio de un asado. Probablemente Bielsa permaneciese todo el tiempo sentado encima de una heladera de la que saldrían pollos al levantarse. Guardiola, que siempre lleva un escritor consigo como William Munny, puso como testigo del encuentro al director de cine David Trueba. Gracias a él, como gracias a los evangelistas, pudo saberse qué ocurrió a las afueras de Rosario.
-¿Tanto le gusta la sangre? -preguntó Bielsa al saber que Pep quería dedicarse a entrenar.
-Necesito esa sangre -respondió Guardiola.
Pep entró por fin en el vestuario del primer equipo del Barcelona. Guapo, carismático, extraordinario comunicador, ganador nato del legendario Barça de Cruyff -aquel que fulminó los complejos históricos del eterno segundón-, y estratega dentro y fuera del campo, Guardiola empezó a dirigir la primera mirada de cada mañana a Leo Messi.
El rosarino era por entonces intraducible y se comunicaba con gestos que podían interpretarse de forma aleatoria: uno de ellos, el más críptico de todos, consistía en tirar los botines contra la pared después de escuchar una orden del entrenador. El misterio sobre Messi era tan grande que en el vestuario no había unanimidad sobre si la orden le había caído bien o mal.
La mano derecha de Pep Guardiola es una leyenda del waterpolo, siete veces mejor jugador del mundo: Manel Estiarte. Para que Guardiola pudiese entender a Messi, le puso encima a otro Messi. Estiarte sabía lo que era estar por encima del resto, y por lo tanto tener el reto más difícil de un deportista: batirse a sí mismo. Estiarte afianzó su relación con él y Leo empezó a ser más expresivo. “Por Messi mato”, dijo el ex waterpolista.
Aquella generación del Barça lo ganó todo. Messi, que empezó arrancando por la derecha con la melena a modo de crin, terminó flotando entre líneas en una maniobra que Guardiola había ensayado en Gijón y bautizado en el Bernabéu con un triunfo por 6-2. Cuenta Martí Perarnau en su libro “Herr Pep” que Guardiola sacó de casa a Messi a las diez de la noche para llevarlo a su despacho y enseñarle el hueco que el Madrid dejaba en los tres cuartos. Le pidió discreción. Los dos durmieron esa noche inaugurando entre sueños el falso 9 que arrasó Europa. Antes del partido avisó a Xavi y a Iniesta con el mismo empeño que Riley: cuando vean a Leo por el centro dénsela y él la mete. Cuentan que Maradona, al ver jugar a Jordan en directo, dijo que era un genio, pero ojo: jugaba con la mano. Aquel día, Messi parecía llevarla en la mano en el Bernabéu.
En su nueva posición Messi empezó a reclamar sacrificios de delanteros centro, el más sonado de todos, el de Zlatan Ibrahimovic. Guardiola acabó sus días en Barcelona reconociendo en privado que no aguantaba más a Messi, que descifrar a su estrella era un ejercicio aún más agotador que preparar los partidos. Messi era un caníbal, un dios para el que ganar los partidos y ordenar el mundo le bastaba un dedo. Así fue que no se presentó en la despedida pública de su entrenador. Guardiola volvió este año al Camp Nou como entrenador del Bayern a ver el Barça-City, y ante un caño de Messi en banda despachando a Milner saltó de su asiento y se frotó las manos en la calva con la boca abierta. Messi estaba bien. El Barça estaba bien. Todo estaba bien, menos Pep Guardiola.
Hace unos días el periodista Lu Martín, de El País, se encontró a Guardiola en su despacho delante de una pizarra y atareado con ecuaciones imposibles, moviendo de un lado a otro el marcador para frenar a Messi. Hasta que gritó eureka: “¡Lo tengo claro! Nos pueden caer siete, pero creo que lo tengo claro”. Ayer en Barcelona hundió la misma cabeza que frotó con la sotana del 10 y dijo: “Si está bien es imposible pararle”.
Hace dos semanas se celebró una cena antes de los cuartos de final de la Champions en la que el entrenador del Bayern Munich comió con varios íntimos. Uno de ellos dijo:
-Tiene que ser difícil vivir con Messi en un vestuario.
-Pues imagina vivir sin él -le respondieron..