“Me clavó el visto”: demuestran que las nuevas tecnologías pueden potenciar o agotar el amor
Los vínculos que se entablan a través de las redes sociales están cruzados por la inmediatez. Alguien escribe una pregunta y aguarda, en el plazo de los próximos instantes, una posible señal. A medida que la réplica se demora, la tensión del receptor progresa y la batería de sospechas comienza a martillar los pensamientos. Un grupo de investigadores del Conicet ahondaron en el impacto que tienen las nuevas tecnologías en las relaciones amorosas.
Para participar de este juego se necesitan dos partes: una que da marcha a la espera y otro que está dispuesto a esperar. Los sociólogos del Instituto de Investigaciones Gino Germani Maximiliano Marentes, Mariana Palumbo y Martín Boy, son los autores del trabajo “Me clavó el visto: los jóvenes y las esperas en el amor a partir de las nuevas tecnologías”. Para llevar adelante el estudio, realizaron 25 entrevistas en profundidad a jóvenes de 18 a 24 años, en las que recrearon escenas de su vida vinculadas a la espera y al amor.
Si antes podían transcurrir diez días entre que uno enviaba una carta y esperaba la respuesta, hoy los tiempos se abreviaron. “La comunicación digital va modificando los umbrales de la espera y también, se alteran las expectativas que uno tiene. El mundo actual se mueve en torno a la inmediatez, todo ocurre en el lapso de dos clics. Lo que de alguna manera resignifica la idea de cortejo”, le dijo Mariana Palumbo. Quien agrega: “Para los jóvenes, las redes son una parte constitutiva y son también un medio que genera lazos, a partir del cual se comunican positivamente. Al ser parte de su esencia, es posible pelearse a través de un chat y amigarse mediante un emoticón”.
Uno de los hallazgos de la investigación científica sobre el tema fue llegar a ver cómo las nuevas tecnologías motivan escenas de violencia pero también de erotismo. “En este punto, se nos ocurrió complejizar esto de que la violencia no es amor, porque dentro del amor siempre puede estar la violencia en distintas escalas. Desde controlar el celular del otro, movimientos del otro, pensar al otro como una propiedad y todo lo que eso provoca. Y cómo eso se reactualiza con estas nuevas herramientas”, comentó Martín Boy.
A esta problemática se suman los mecanismos de control y aviso que desde hace unos años puso en práctica WhatsApp. Mientras que la última vez atraviesa a la privacidad, la confirmación de lectura del mensaje juega con los ritmos de conversación y con la libertad de no estar disponible para el otro, dicen los investigadores. Si todos piensan que “clavar un visto” es ignorar, y que conectarse a la madrugada es indicador de haber salido a la noche, entonces es probable que su uso sea en parte estratégico. En este juego, hay ciertos límites que no se pueden cruzar. Ya que la promesa de fidelidad se puede romper si el otro ve que su pareja puso un “Me gusta” a otra persona potencialmente “peligrosa” para el vínculo. O porque nos permiten tener información sobre los movimientos del otro: cuándo fue la última vez que tuvo el teléfono a mano, a qué distancia se encuentra de mí.
Las redes sociales también ofician de informantes: agregan información pública a la imagen que el sujeto amoroso tiene del sujeto amado. O permiten que los amantes sientan que están cercanos, aunque en lo físico estén distantes.
Otro de los dilemas es donde empieza el límite personal y en qué punto se corta la barrera de la pareja. En esta lucha de intimidad, el otro debe conocer todas las contraseñas de las redes sociales. “Esto se toma como una prueba de amor. El amor romántico tiene muchos elementos violentos, de control y celos. Pero también, a partir de estas prácticas violentas, los jóvenes reactualizan su amor porque si finalmente brindan su contraseña, dan a su pareja una señal de confianza”, indica Palumbo.
En busca de una respuesta, los sociólogos se indagan a sí mismos. “Como investigadores no estamos afuera”, señala Martín Boy. Por eso se preguntan ¿Cuáles son los umbrales de espera? ¿Cuánto puedo esperar? Y, ¿hasta qué punto nuestras propias experiencias amorosas, que generalmente vivenciamos como únicas, no están guionadas por nuestros marcos culturales?