lunes, noviembre 25, 2024
Sociedad

Adriana fue ahorcada en marzo, hizo 45 denuncias y su ex pareja sigue en la puerta de su casa

Un caso de hostigamiento que lleva ocho meses de promesas de muerte contra la mujer y sus tres hijas

En la puerta del negocio de Adriana Toporovskaja el olor a pis era tan fuerte que se sentía hasta el fondo. Pasaron unas horas hasta que su ex, Gustavo, le anunció por mensaje de texto que había descargado, por debajo de la reja de metal, un bidón de orina humana.

“No me podés echar, todos los días vas a tener que lavar el piso, el olor no se va tan fácil”, le dijo.

Se conocieron hace dos años, recuerda Adriana, de 54 años, sentada en la pieza donde vive con sus tres hijas de un matrimonio anterior, en el centro de Morón. Gustavo era colectivero y terminaba su recorrido en la puerta del local de Adriana. Un día conversaron, otro salieron. Ella le presentó a sus hijas trillizas, Rivka, Alicia y Rajel. Y empezaron una relación.

El jueves 24 de marzo, en un ataque de celos, él la tomó del cuello, la ahorcó, le dijo que iba a matarla. Estaban en la planta baja del edificio en construcción en el que ella y sus hijas son las únicas habitantes. Ella gritó, él siguió. Sólo se detuvo cuando Alicia, de 11 años, bajó con un cuchillo de cocina con mango de plástico verde mientras Rajel llamaba al 911 con su celular y Rivka lloraba, inmóvil, en el rellano de la escalera.“¿Nos vas a matar a las cuatro?”, lo desafió Adriana. Él se fue.

Pasaron unos minutos y la llamó por teléfono, arrepentido. Ella le pidió que no vuelva.

El llamado se repitió el viernes, también el sábado y el domingo.

El lunes las interceptó de camino al colegio. “Mis nenas no querían saber nada. Estaban aterradas. Nos siguió, cuando llegamos al colegio las dejé y me pidió tomar un café en casa. Le dije que podía ser en un bar: nunca más en un espacio cerrado con él”, contó Adriana.

Durante la charla, que finalmente tuvo lugar en un local de comidas rápidas él le pidió que lo perdonara. Ella no aceptó.

Al día siguiente volvieron las llamadas y los mensajes de texto, no sólo a ella, sino también a sus hijas, esta vez con amenazas. A los gritos en la puerta de su casa. En las inmediaciones del colegio. Dentro del colegio. En el negocio. A través de pintadas en paredes y colectivos. “Te voy a matar”. “Te vas a arrepentir”. “Te quiero”.

Entre abril y noviembre, Adriana denunció a Gustavo en la Comisaría de la Mujer de Morón 45 veces. Por violencia doméstica, por desobediencia, por amenazas, por hostigamiento. El Juzgado de Familia nro. 9 estableció una restricción perimetral y la comisaría local le entregó un botón de pánico. Adriana asegura que no funciona –“se queda sin señal todos los días”-, advierte que su ex ya violó la restricción perimetral y jura que tiene un arma.

“La Justicia te toma en cuenta en serio sólo si hay sangre o un ojo reventado, o si aparecés muerta. Él me apretó del cuello, me dijo que tenía un cuchillo, logré soltarme, forcejeamos y desistió porque aparecieron mis hijas. Me manda mensajes de texto embromados, sobre mi muerte y la de mis hijas. Aparece en mi casa, en mi negocio, en el colegio de mis hijas. Yo sé que él tiene un arma, él me lo dijo. Pero en la oficina de denuncias me atienden con desgano. Me dicen, ¿y ahora qué pasa? ¿Ahora qué viene a hacer?”.

Desde marzo, Adriana desplegó, sin planearlo, una estrategia de defensa. Contrató un abogado para que que la asesore. Armó una valija y se fue con sus hijas a un hotel. Contrató un vigilador para que la protegiera en el negocio. Informó sobre la restricción perimetral a la empresa donde trabaja Gustavo, Transportes Unidos de Merlo (TUM), y logró que modifiquen su recorrido, de tal manera que no lo termine frente a su local. Asistió con sus hijas a la marcha Ni una menos del 3 de junio pasado, para contactarse con activistas de género. Denunció a su ex ante la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) por los graffitis antisemitas en una de las unidades de la empresa de transporte. Y cuando ya no pudo pagar el hotel y la consigna (representaban más de 1000 pesos por día), volvió a su departamento, pero le pidió a los policías de la cuadra que estén especialmente atentos a su situación. A cambio les ofrece, siempre que puede, pizza y un vaso de gaseosa. También se comunicó con periodistas de diferentes medios y logró que varios publiquen su historia. Pero el hostigamiento no se detuvo y la respuesta de la Justicia siguió siendo la misma.

La última vez que vio a Gustavo fue el 6 de octubre, cuando se presentó en el negocio, desencajado, exigiéndole que levantara las denuncias. Ella le gritó que se fuera y volvió a denunciarlo. “Estoy en una cárcel. Puse un plástico opaco en la ventana de mi casa, porque a veces él está abajo y nos dice que vé lo que hacemos. Apenas salgo. Así vivimos”.

Vestidas con el mismo conjunto deportivo azul oscuro, los rulos apenas domados por sus gomitas de pelo, las trillizas de 11 años y medio se disputan los espacios para contar. Casi al unísono completan entre las tres lo ocurrido la noche del 24 de marzo. Los gritos que escuchaban desde arriba, el miedo, la idea de bajar con un cuchillo, de llamar a la policía. Después Rivka se queja de una mujer que le preguntó si le creía a su mamá (Adriana aclara que se trataba de la psicóloga que le tomó declaración en la fiscalía). “Yo le digo, estoy arriba, estoy escuchando que mi mamá está gritando, y bajo y veo que la están ahorcando. ¿Cómo no le voy a creer?”.

Rajel recuerda a Gustavo revisando los cajones de Adriana, los dibujos “de miedo” que dejaba estampados en el pizarrón que usan para estudiar, la noche que les dijo que su mamá era “una vieja puta”. Alicia muestra un mensaje de texto que le llegó desde el celular de Gustavo: “Ali, dormí tranquila, no tengas miedo en tus sueños. Gustavo es bueno, te quiere mucho y te extraña mamita”.

En los estantes más altos de la pieza donde vive con sus tres hijas, Adriana guarda dos carpetas infladas de documentos; recortes de diarios, constancias de las denuncias, de las declaraciones de sus hijas, de los oficios, y sus respectivas fotocopias, para quien quiera llevarse una, creerle y ayudarla.

Hoy, vive para proteger a su familia.
(La Nación)

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