Falleció el periodista y crítico musical, Federico Monjeau
Un rápido y breve scherzo que repase la trayectoria de Federico Monjeau, quien ha sido el crítico musical más excepcional que dio este país debería ser suficiente –como cualquier pieza del Schumann que tanto amaba– para dejarnos mudos. Murió este sábado 23 de enero, demasiado temprano, por complicaciones derivadas de un infarto y una operación cardíaca. Había nacido en 1957.
Federico Monjeau formó parte del consejo asesor de la revista Punto de Vista, junto a Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano; dirigió la mítica revista Lulú (de la cual la Biblioteca Nacional editó una versión completa y facsimilar); impartió clases en la Universidad de Buenos Aires como profesor titular de Estética Musical; publicó los ensayos La invención musical (2004) y Un viaje en círculos. Sobre óperas, cuartetos y finales (2018), que ahondan en los misterios de la composición y la interpretación y son elegantísimas lecciones de apreciación e inteligencia. En lugar de prosa académica y árida, ofrecen lo más parecido a una venturosa expedición al Ártico que se ha visto sobre estas materias escurridizas.
En paralelo, escribió en Clarín sobre todo de música clásica, pero también de tango, jazz y folclore durante más de tres décadas, y estos últimos años editó sus extraordinarias columnas dominicales, “Notas al paso”, de una sutileza sin igual, dentro y fuera del periodismo. En ellas –siempre legibles y afables, nunca concesivas– era capaz de discurrir sobre los modos de oír radio en un taxi, la banda de sonido de las películas de Eric Rohmer, el uso y abuso ideológico de la memoria, o el pésimo tino musical del técnico de fútbol Sampaoli.
En estos días aparece Viaje al centro de la música moderna. Conversaciones con Francisco Kröpfl y tenía escrito en buena parte su cuarto libro, un estudio biográfico sobre su adorada Martha Argerich. Sus artículos y reseñas –invalorables documentos luminosos sobre infinidad de conciertos y grabaciones– bastarán para componer varias colecciones más, pobladas de puntualizaciones poéticas, como cuando de Eusebius de Gerardo Gandini comentó: “Se oye como si algo nos llamara desde lejos”.
Monjeau era de la clase de crítico que se toma su tiempo y no condesciende a darse aires con un inoportuno accelerando altivo. Sobre un concierto de su venerada Argerich en el Teatro Colón en julio de 2019, apuntó: “Ella vuelve sobre las piezas de siempre, pero da la impresión de que no hace exactamente lo de siempre. Cuando toma el primer tema, en la segunda entrada del piano solista, parecería como si meditase sobre el camino que va a tomar: crea un suspenso desde la primera nota, pero sin perder la línea; suena perfectamente natural, pero a la vez suena distinto. En los pasajes de bravura acaso sea la misma de siempre, pero en los pasajes líricos hay como unos efectos de suspensión, unas comas casi imperceptibles, como si ella estuviese decidiendo algo en ese mismo momento”.
Ya lo había advertido amablemente en un pasaje de La invención musical: “La forma de la música no es algo que pueda aprehenderse de inmediato; se parece más a la forma de un relato”. Y como ante una historia envolvente, a Monjeau no se le escapaban detalles fuera de programa: “En la última y peligrosa escalada del último movimiento la pianista acompaña la pifia de su nota final en el agudo con una sonrisa. Pone en evidencia la pifia y al mismo tiempo la corrige. Parece un poco más allá de todo. No resulta completamente anecdótica una observación sobre el vestuario. Ayer en el CCK la pianista salió a tocar con la misma pollera y probablemente la misma blusa negra que en el concierto del Colón. Debe ser la única mujer en el mundo que repite el vestuario entre un concierto y otro, y no es improbable que ni siquiera se haya dado cuenta”. Por escrito, Monjeau tenía la distinción de desvanecerse, como en mitad de una nota, de una incógnita.
En septiembre de 2018, Federico Monjeau fue incorporado como miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes.
De esos críticos que hablan desde el centro de la música misma –siempre siguió tomando lecciones de piano–, adoraba jugar ajedrez por la noche con su mujer, la editora Ada Solari. Le parecía que la combinación de ajedrez y música era imbatible, igual que la de oír canzonetas napolitanas de Roberto Murolo en el auto. Su fruición gastronómica era parte de su apego por la amistad y la conversación. De una generosa propensión a seguir las bromas de otros, en el estricto teórico alemán Theodor Adorno, su maestro, no se cansaba de subrayar el costado irónico.
Para Monjeau, siempre eran los otros los que comprendían más, los que hacían mejor las cosas. Era una modestia auténtica, hasta sufrida, que neutralizaba riéndose de su propio gusto en otras materias, como ropa u objetos de uso cotidiano. En todo caso, su nobleza –presente en todas las facetas de su vida, sobre todo en la voz– también se volvía visible en la versatilidad de sus preferencias: de Dante al Quijote y a Proust, de los policiales de Henning Mankell a La novela luminosa, de Mario Levrero.
Su humildad y su inusual gratitud eran indivisibles de una posición ética intachable. (Cuando hace unos pocos años se quedó medio sordo de un oído, se preguntó seriamente si no debía renunciar a su puesto de crítico musical, que siguió ejerciendo, desde luego, como si en cambio le sobrara un oído). Para las páginas de un diario o un libro, redactaba con la serenidad con que algunos escritores dan por terminado un texto en el que no se nota ningún esfuerzo particular.
Estaba en la vereda opuesta de la codicia, del arribismo, del recelo y de la cicatería. Perdió a un joven hermano en el cautiverio clandestino, durante la dictadura, y jamás soltó un solo golpe bajo al respecto; por esa misma razón, no toleraba el menor uso político posterior de gestas sacrificiales que a él le resultaban inexplicables. Ese contexto desfavorable de los años 70 lo mandó al exilio en Brasil. Como sea, esa vulnerabilidad parcial que acaso se permitiera por timidez, jamás lo alentó a perder respeto por sí mismo y, dueño de una gran valentía personal, era capaz de expresar disenso ante un centenar de personas que vociferaran la posición contraria.
Federico Monjeau había nacido en Mar del Plata en 1957. En una punta, la pasión que en su juventud le contagió un abuelo que tocó el violín hasta los 84 años, en especial una sonata de César Franck que decidió la vocación de su nieto. En la otra punta, dos verdades adicionales saltan a la vista: ya nadie va a escuchar música como él, ya nadie va a escribir sobre música como él.
Pero en Un viaje en círculos nos había murmurado el antídoto: “Acaso haya tantas formas de consuelo como obras de arte”. Bondad, entereza y talento supremo rara vez van tan de la mano. Entre la última nota de un largo concierto magistral y la ovación, a veces el silencio merece ser más prolongado. (Clarín)