Por qué no hay que preocuparse (demasiado) de las mentiras que decimos de chicos
Los niños suelen decir mentiras, aún cuando nadie les haya enseñado a mentir. Es algo innato, y responde a diversos factores, pero no es para preocuparse.
Los padres tienden a corregir (o a retar y castigar) a sus hijos cuando los descubren en una mentira, para inculcarles el sentido de la moral y la honestidad. Pero la ciencia los justifica y explica por qué lo hacen.
Mentir es una parte más del proceso natural de desarrollo cognitivo y social de los humanos. Las mentiras pueden brindar pistas para interpretar su evolución como “seres inteligentes”.
Cuando hablamos de niños menores de 7 años, debemos comprender que aún no tienen su personalidad suficientemente desarrollada como para comprender parámetros morales. Por eso sus mentiras responden a una necesidad específica.
Según un estudio del Laboratorio de Desarrollo Social y Cognitivo de la Brock University (Ontario, Canadá) , es “para salir de un apuro, para quedar bien delante de alguien o para que otra persona se sienta mejor”. Lo que solemos llamar mentira piadosa.
Lo más frecuente es que mientan para no decepcionar a un adulto, cuando no pueden llegar a cumplir con lo que se espera de ellos. Muchas veces es por temor a un castigo, y a veces solamente para llamar la atención.
El papel de los adultos en las mentiras de los niños
Los chicos aprenden por imitación, y esto vale también para las mentiras. Si nos escuchan decir algo que saben que es diferente, suponen que es una conducta permitida. Y a veces, sin quererlo, se los enseñamos directamente: cuando les pedimos que atiendan el teléfono y digan que no estamos en casa, o que se bajen la edad para obtener algún descuento.
Los chicos, que están atentos a todo, relacionan la mentira con la posibilidad de obtener beneficios. Eso no debe preocuparnos, porque si mienten no serán conductas nocivas, como cualquier forma de agresividad o de desafío.
Para Angela Evans, directora del estudio de la Brock University, sostener una mentira obliga a los niños a realizar un importante esfuerzo cognitivo: Deben emplear sus habilidades para que no se les escape la verdad (inhibición) y usar su memoria para guardar un rastro de la verdad y de las mentiras que han contado.
Para que los padres no se preocupen por demás, hay que distinguir que mentir no convierte a un niño en mala persona. Pero hay que enseñarles a ser honestos y educarlos con valores, asumiendo sus responsabilidades y las consecuencias de sus actos.
Para corregir el hábito de mentir, no hay que enojarse ni gritar, porque esto hará que vuelvan a recurrir a las mentiras para evitar los castigos o reproches. Tampoco hay que “darles la oportunidad de decir la verdad”, porque probablemente los estemos incitando a mentir: es preferible decir “vi que hiciste trampa en el juego, eso no está bien” que intentar con “me parece que esa ficha no estaba ahí, ¿viste si alguien la movió?”
Es más importante darle valor a la verdad, que castigar la mentira. Pero esto vale tanto para los niños como para los adultos: si los padres engañan u ocultan al verdad, los hijos aprenden a mentir.