viernes, noviembre 22, 2024
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El próximo domingo, Gustavo Cerati cumpliría 60 años

 

Cuando Soda Stereo se separó, allá por 1997, una declaración de Gustavo Adrián Cerati (Barracas, 1959) fue tomada con sorna por el ambiente del rock. “Siempre fuimos una banda de barrio”, fue lo que se dijo y en tiempos donde el rock argentino medía sus credenciales de credibilidad en pertenencia barrial y pintar aldeas a partir del auge del rock chabón, la moda era despegarse del supuesto elitismo del trío más famoso de Latinoamérica, corriéndolo por la izquierda de la pertenencia.

 

Aun cuando las bandas del palo vendieran más discos y empezaran a ser tan o más populares tierra adentro, las chicanas corrían. “No todo el mundo puede ser tan lindo como Cerati”, declaraba Gustavo Cordera en 1991 a la revista Cerdos y Peces, para sostener su deliberada apología de lo feo. “¿Tenían sed de rock? Se ve que la Soda no alcanzó”, ironizó Chizzo, líder de La Renga, arriba del mayor escenario de su vida, 107.000 personas en el Autódromo, a propósito del regreso de sus colegas, que había tenido lugar semanas antes de aquella jornada de fines de 2007. Los Redondos, que arribaron a una popularidad inaudita en los ’90, cantaban contra La Gran Bestia Pop y recién con los años el Indio Solari reconocería la obra del Cerati solista, aclarando que nunca le gustó su anterior grupo. “Lo que no me gustaba de Soda es que casi lo que expulsaban era New Musical Express… seguir las modas, eso no me gusta”, declaró el cacique esta misma semana, reduciendo la contienda a un capcioso juego de copia versus original en la matriz creativa de sus respectivos procesos de forma y estilo, amén de las docenas de bandas hoy consideradas clásicas que alumbraba el semanario inglés desde prédica y portadas.

En todo caso, tampoco quedaría claro si finalmente llegar tarde a la idea de rock + samplers que Soda comenzó en Rex Mix (1991) y a la que Los Redondos se asomaron recién en Último Bondi a Finisterre (1998) y Momo Sampler (2000) implicaría algún grado de gambeta a los dictados de la moda. Paradojas de la vida, si unos encarnaban el lado pop de la vida y los otros el costado romántico y creíble del rock, es innegable que las dicotomías se tornan relativas cuando resulta que los platenses nunca tuvieron una obra que sonara tan rock como Canción animal (1990) y que el cuerpo de Cerati pagó mucho más al contado la experiencia excesiva de la pulsión dionisíaca que se le achaca al rock, si es que a todo lo vamos a medir por intensidades atadas a credibilidades vanas.

“Quiero cortar con esa idea de que soy el tipo más cool del mundo”, le dijo Cerati a este cronista a fines de 2002, en una entrevista realizada para Clarín, con motivo de la presentación del disco Siempre es hoy. La nota fue en su casa de Colegiales, y no tuvo problemas en salir en la tapa del Suplemento Sí en una foto que lo mostraba con una boquera asomando sobre la comisura de los labios, barba de tres días y una de sus clásicas gorritas ocultando sus pecados capilares. No sería la primera vez, ni la última: hasta parecía disfrutar del contraste de su imagen más terrenal para con lo que mostraba arriba del escenario. En las entrevistas, Gustavo fumaba, hacía chistes, recomendaba bandas, se reía y jugaba al juego de la prensa como un delfín. Nunca un “esto no lo pongas”, siempre el muchacho de Villa Urquiza en modo On.

Vozarrón, Savage, Stress, Soda Stereo. ¿Qué hay de cool en el bautizo de tres de las bandas que tuvo en su existencia el sodero de la vida de millones? Unos meses atrás, un especial televisivo de NatGeo dedicado a su vida pudo alumbrar, en el acceso al seno íntimo post-mortem, la condición tana y familiera de los Cerati, algo que en el imaginario rockero local sólo parecía ser sustentable y folclórico adosado a los Napolitano, o sea en el seno nuclear de Pappo en La Paternal. En pequeñas anécdotas y situaciones domésticas que nada tienen de impostado, donde participan desde las hermanas de Gustavo hasta sus hijos y sobrinos, se perciben las raíces de clase media de un artista que todavía hoy es tildado de “cheto”, pero que no supo ser otra cosa que un veinteañero de Urquiza que entonces citaba a su novia (Ana Saint Jean) en la hoy reivindicada pizzería La Mezzetta y le dedicaba cándidas canciones de amor con un dejo a Sui Generis. Y no, nunca fue Ceratti, como se escribió tantas veces su apellido hasta dejarlo como el de una probable heladería de Palermo.

Todavía hoy en la Argentina las credenciales de clase, que nunca fueron problema en el resto del continente, siguen generando prejuicios. Muchos de ellos, por triplicado, intentan en vano corroer la intrépida juventud de Benito, su hijo mayor, uno de los mejores espadachines que ha conocido ese tumulto de pus que son las redes sociales. Sí, mucho más que un bravo pajarito. (Clarín)

 

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