viernes, noviembre 22, 2024
Sociedad

Hundimiento del crucero ARA General Belgrano: la historia detrás de una foto que dio la vuelta al mundo

Hace 35 años, dos torpedos del submarino inglés HMS Conqueror hirieron de muerte al gigante blanco. Y se llevaron 323 vidas. Esta es la heroica historia de los dos últimos tripulantes que abandonaron el barco, minutos antes de que se hunda para siempre en un mar furioso

Dos hombres en la proa del barco que se hunde. Se toman de la baranda sacudidos por un mar embravecido. Son los últimos que quedan en el gigante blanco herido de muerte.

-¿Dejo o no dejo el buque?, duda el capitán Héctor Bonzo.

Una voz lo sorprende a sus espaldas, creía que estaba solo en la nave. No alcanza a reconocer a esa figura fantasmagórica en medio de la bruma. El hombre le grita:

-¡Si no salta, yo tampoco salto! ¡Me quedo con usted, capitán!

Son las 16.35 del 2 de mayo de 1982. Treinta y cuatro minutos antes, desde las profundidades del mar austral, el operador del submarino británico HMS Conqueror había lanzado la pregunta que sellaría el destino del Crucero General Belgrano.

-¿Debemos hundirlo?

La respuesta recorre en segundos los 12.489 kilómetros que separan el Reino Unido de las Islas Malvinas. El capitán Richard Hask, de la Task Force, es quien transmite la orden implacable de Margaret Thatcher, la primer ministro británica.

-Disparen a hundir.

A las 16.01 el primer torpedo MK8 atraviesa la proa del barco, que navega a 30 millas de la zona de exclusión. Perfora las cuatro cubiertas en forma vertical. El agua penetra todos los compartimentos. Solo segundos después, el segundo torpedo se incrusta en la popa.

El crucero se inclina a babor, el fuego surge de sus entrañas. Hay gritos. Y después un silencio abrumador que lastima. Desde el puente, y con un megáfono, el capitán Bonzo -23 minutos después del primer impacto- da la orden: “¡Abandonen el barco!”. Setecientos setenta hombres alcanzan las balsas. Trescientos veintitrés encuentran su destino final en el océano.

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“¿¡Cómo no se arrojó todavía a las balsas!? ¿¡Qué hace usted aquí si ya no queda nadie!?”, increpa Bonzo a la figura irreconocible, tapada de pies a cabeza con un impermeable y un pasamontañas gris, que se niega a abandonar el crucero. El hombre que grita “¡No hay tiempo, mi capitán!¡Debe abandonar la nave!” está decidido a impedir que el comandante cumpla con la ley marinera de hundirse con su barco.

“Ahí, de cara al mar, para mí era más difícil vivir que morir”, confesaría años más tarde el comandante del Belgrano.

“Lo vi al capitán con esa actitud de irse a pique con el crucero, y no lo iba a permitir”, explica con calma desde su Catamarca natal, a 35 años de la tragedia, el suboficial Ramón Barrionuevo (70), como si no tuviera conciencia de su acto de heroísmo. “Yo soy esa figura que se ve en la foto, ahí en la cubierta. Le estaba inflando el chaleco salvavidas al capitán”, aclara con humildad.

-¿Y si el capitán no saltaba, usted estaba dispuesto a hundirse con el barco?

-No lo sé. Íbamos a tener una larga discusión. Yo no iba a dejar a mi comandante solo en el Belgrano. Porque lo que allí estábamos viviendo era el peor de los infiernos.

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Con emoción, Ramón Barrionuevo -nacido en Piedra Blanca el 17 de febrero de 1947, hijo de Gerardo, albañil, y Antonia Sánchez, costurera- rememora el instante en que vio cómo el océano se tragaba al gigante de 185,5 metros de eslora. Nombra uno por uno a sus compañeros muertos. Recuerda al capitán Bonzo, fallecido en 2009. Y pide disculpas cuando las lágrimas surgen incontrolables.
Escuchémoslo.

“A mí me tocaba hacer guardia de 4 am a 8 am y de 16 a 20. La hacía en el cuarto de control de artillería en la cubierta 03, la parte más alta del barco, justo adelante del comando. El 2 de mayo salí de mi camarote a las cuatro menos cuarto para tener tiempo de recibir la información de mi compañero Juan Carlos Córdoba, y tomar el puesto a las 16 en punto. Juan me pasó los datos de los cañones cargados, de la gente que estaba lista, y de la posición del barco. Lo saludé como cualquier día. Y él se fue para nuestro camarote en la popa a descansar. Ahí pegó el segundo torpedo. No lo vi más”.

“A las 16.01 llegó el primer torpedo. El ruido fue tremendo. El crucero se sacudió. Yo estaba sentado en una banqueta y me caí. Era como si el barco se hubiese hundido debajo de mis pies. Yo ya tenía 35 años y 14 de servicio, era experto en armamentos, supe que nos estaban torpedeando”.

“Un vigía que estaba con prismáticos vio la estela en el agua y alcanzó a gritar: ‘¡Torpedo!’. Abrí la puerta del cuarto de control y llegó el segundo impacto en la popa. Pero ése no lo sentí, quizás fue por los nervios o porque el humo del primero ya cubría la cubierta”.

“Escuché los gritos de la gente que se estaba quemando. Bajé las escaleras desde la tercer cubierta, y fui llevando conmigo a todos los tripulantes que encontraba en el camino. Veía el miedo de los más jóvenes, intentaba mantener el orden. Era un infierno”.

“La gente saltaba directo a las balsas porque el barco había comenzado a escorarse, a ladearse cada vez más. El viento era muy fuerte y las balsas golpeaban contra el costado del buque. Algunas eran arrastradas por la corriente hacia la proa, donde las chapas abiertas como filos las partían al medio. Vi como la cadena del ancla arrastró al fondo del océano una balsa con todos los tripulantes. Nadie pudo salvarse”.

“En la cubierta vi al comandante Bonzo con un cuchillo de cocina que estaba tratando de cortar una soga para soltar una balsa. Si se soltaba, podía arrastrarlo. No iba a tener fuerzas para soportar el peso. Le pregunté: ‘¿Qué hace comandante?’. El conocía el peligro, pero quería poner la mayor cantidad de balsas en el mar”.

“Bonzo me ordenó que abandonara el barco. Y fue ahí cuando me negué. Entonces, me miró y me dijo: ‘Ayúdeme a ver si hay alguien más, si quedó algún herido’. La cubierta del barco casi rozaba el mar, entraban toneladas de agua…”.

“No quisiera volver a ver nunca en mi vida lo que vi aquella tarde en el Belgrano. Había un marino con el cuerpo totalmente quemado, la corbata y los puños de la camisa estaban pegados a la piel, chamuscados. La piel escamosa, en carne viva. Nos pidió que lo tiráramos al agua. Si caía al mar, con el cuerpo quemado, no hubiese podido sobrevivir. Lo bajamos con mucho cuidado con una soga que habíamos hecho con las sábanas que iban dejando tiradas en la cubierta aquellos marinos que estaban en su hora de descanso cuando comenzó la tragedia”.

“De pronto un chico llegó gritando: ‘Ayúdenme, ayúdenme’. Se tapaba la cara con las manos. Le separamos las manos y la piel se despegó y quedó adherida a las palmas. Empezó a sangrar mucho. Le di un pañuelo para que se secara la sangre. Lo bajamos a una balsa. Y no lo vi más. Meses después, en julio de 1982, fui hasta el hospital de Azul, en la provincia de Buenos Aires. Y sentí que alguien me llamaba. ‘¡Suboficial Barrionuevo! Tengo algo suyo para devolverle’. No lo reconocí hasta que me trajo el pañuelo. ¡No sabés la emoción que sentí! ¡Estaba vivo!”.

“Con el capitán Bonzo recorrimos la cubierta hasta estar seguros de que no quedaba nadie. Eran las 16.38 y el barco estaba muy escorado. La gente desde las balsas nos gritaba que saltáramos al agua, que el crucero se hundía”.

“Fuimos hasta la proa. Y ahí noté la duda del capitán. ‘Si usted no salta yo también me quedo’, le dije. Me miró. El Belgrano se inclinaba cada vez más. Me ordenó: ‘Salte y yo lo sigo'”.

“Antes de tirarnos, le inflé el chaleco salvavidas. Nos atamos las sábanas como cinturón para poder deslizarnos. Nos sacamos los zapatos para nadar mejor, y guardamos las medias en los pantalones. Me tiré por la parte más alta del barco, que en ese momento estaba a unos 4 metros del mar, porque el viento impedía bajar por el lado donde la cubierta casi rozaba con el agua”.

“Salté al agua y no sentí frío, era una situacion tan grande la que estábamos viviendo que había bloqueado mis sentimientos. Empecé a nadar para alejarme del crucero, porque si se hundía me iba a arrastrar. A Bonzo no lo vi más, lo perdí en el océano”.

“Las olas eran gigantescas. Veía a las balsas subir y bajar, sacudidas como cáscaras de nueces. De pronto, una vino hacia mí a toda velocidad empujada por el viento. Nadé y me agarré como pude. El golpe me sacó un dedo de lugar: fue la primera vez que sentí dolor. Cuando pude subir a la balsa, empecé a temblar de frío. Era como si mil agujas se clavaran en mi cuerpo. Me estaba congelando”.

“Me asomé y vi al crucero hundirse. Era tristísimo ver cómo semejante mole era tragada por el mar. El barco hizo un movimiento, volvió a surgir del agua y se hundió definitivamente en forma vertical. En el fondo del mar explotaron las calderas y se hizo un gigantesco torbellino de agua. Lo último que vi fue el guardabote, el palo de 6 metros que salió a la superficie y quedó flotando en el océano. La gente gritó: ‘¡Viva el crucero, viva el Belgrano, viva la Patria!’. No sé de dónde sacamos las fuerzas”.

“Las balsas estaban atadas unas con otras, para que formaran una gran mancha en el mar y los aviones de rescate las pudieran encontrar. Pero las olas eran tan altas que tuvimos que cortar las sogas, porque las balsas parecían rajarse. Y quedamos solos, a la deriva”.

“Las balsas eran para 20 personas, en alguna habían subido más y en otras menos. Estaban bien equipadas: sachet de agua, raciones de comida (barritas muy calóricas para tener una ración por día), cigarrillos, una pequeña Biblia, elementos de botiquín para curaciones, Pancután, calmantes, equipo de señalamiento y de S.O.S”.

“En mi balsa éramos 20. Había gente con las manos quemadas, con las rodillas quebradas y otro que tres días antes había sido operado de apéndice y no podía más del dolor. Yo trataba de darles ánimo y de calmarlos. Con un teniente empezamos a leer párrafos de la Biblia. La palabra de Dios les traía paz en medio de la tormenta”.

“Estuvimos más de 48 horas a la deriva. Yo pensé que no nos iban a encontrar nunca. Sabía que la unión de los dos océanos tira hacia el sureste y que en algún momento si el mar nos arrastraba íbamos a morir. Miré a mis compañeros y pensé: ‘Somos todos finados’, pero no se lo dije a nadie. Recordé a mis cuatro hijos pequeños. Le pedí a Dios que los cuidara. Y me encomendé a la Virgen del Valle: ‘Madre mía, solo te pido no sufrir'”.

“Cuando estás a la deriva tenés que comer y beber lo menos posible, cuando ya no das más, porque no sabés cuánto tiempo vas a estar así. Y nosotros ni siquiera sabíamos si nos estaban buscando. Cuando nos rescataron sólo habíamos comido 20 raciones y habíamos bebido un sachet de agua”.

“Durante el día les daba charla, les hablaba de sus novias, de su familia, de sus viejos. Hasta los hacía reír. Tenía que mantenerlos despiertos, con el espíritu alerta. Uno de los chicos entró en crisis nerviosa. Y le tuve que decir: ‘Si no te calmás, te tiramos al agua, porque el pánico es contagioso y si seguís así todos somos hombres muertos'”.

“Cuando estás en la balsa no dormís… La oscuridad del mar es la más absoluta y tremenda que existe, es la nada. Cuando amanecía seguíamos con la incertidumbre: ‘Somos una sola balsa en el mar… no la puede ver nadie… y el enemigo anda por ahí'”.

“De pronto, cuando ya no esperábamos nada, el 4 de mayo escuchamos el ruido del motor de un avión ¡Era un A4-Q de la Armada! No sabíamos si nos había visto… Pasó un rato -que fue eterno- hasta que empezamos a ver, en medio de las tormenta, las luces de un barco que apuntaban al cielo y luego al mar, sacudidas por el tremendo oleaje. ‘¡Nos están buscando!’, gritamos. Y el ánimo cambió”.

“Nos olvidamos del frío, de la sed, del hambre y empezamos a organizarnos para el rescate. En medio del mar más furioso que yo recuerde, apareció el Gurruchaga”.

“Nos rescataron. El barco estaba repleto porque ya habían rescatado otras balsas del Belgrano. Nos sacaron la ropa helada y dura por la sal y nos dieron un caldo caliente. Éramos tantos que se habían quedado sin víveres. El cocinero hizo un poco de pan con harina y agua. Nos acomodamos en el piso como pudimos, y nos envolvimos con unas mantas”.

“Cuando entramos al Canal de Beagle, el Gurruchaga parecía una coctelera. En medio de la gente, apareció un cabo que gritaba mi nombre: ‘Barrionuevo, ¿está aquí Barrionuevo?’. Yo me incorporé. Eran las 6 am. ‘El capitán Bonzo está en el barco y lo busca, quiere hablar con usted’, me dijo. Yo no sabía que él había sobrevivido, y él tampoco sabía si yo estaba vivo… pero me estaba buscando”.

“De pronto se abrió una puerta y apareció el capitán. Se acercó hasta donde yo estaba de pie, firme, esperándolo. Se olvidó de las jerarquías, de la venia, del saludo formal. Nos dimos un abrazo eterno. Toda la gente comenzó a aplaudir. ‘Ya vamos a hablar de esto que pasó’, me dijo. Y lloramos abrazados. Antes de irse, me dijo al oído: ‘Gracias. Gracias'”.

“Nos vimos muchas veces a lo largo de estos 35 años. Pero nunca más volvimos a hablar de aquella dramática tarde en la que fuimos los últimos hombres aferrados al crucero que se hundía para siempre en las profundidades del mar austral”.

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